En cuanto a esto, en el Antiguo y el Nuevo Testamento Dios lo establece. Esta subordinación está basada en la creación. “Adán fue formado primero, después Eva” (1 Timoteo 2:13). Todavía más, está fundada sobre la caída de nuestros primeros padres: “Adán no fue engañado, (mientras estuvo solo), sino que la mujer, siendo engañada, incurrió en transgresión” (1 Timoteo 2:14). Después de la caída, sobre cada uno recayó una carga particular.
La subordinación de la esposa fue confirmada, aún más, fue aumentada. Dios le dijo a la mujer: “Con dolor darás a luz los hijos; y su deseo será para su marido, y él se enseñoreará de ti” (Génesis 3:16). Al hombre le dijo: “Maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado” (Génesis 3:17-19).
Podemos discutir en contra de estas palabras cuanto queramos. Son, y siempre serán, la ley primitiva que nunca ha dejado de tener validez. El hombre caído debe someterse a ella, a menos que se aparte todavía más de Dios. Aquí la resistencia no es de provecho. Estas palabras están continuamente en operación. Estas barreras permanecen firmes. Estas cargas son colocadas sobre nosotros, y no las podemos eludir.
Sobre el hombre queda la autoridad de gobernar. Pero con ello viene aparejado el extremo cuidado y duro trabajo sobre una tierra maldecida.
En cada vocación terrenal debe gustar algo de amargura de esa maldición. Gustosamente el hombre ofrecería a otro el privilegio de gobernar, si es que al mismo tiempo fuere liberado de la responsabilidad y la preocupación que ello implica. El número de hombres que ha abdicado a su posición como cabeza de sus respectivas familias constituye un verdadero testimonio actual a lo que acabamos de mencionar.